Paterna: Flamenca y Cantaora

Hoy en día es un hecho prácticamente aceptado por la mayoría de los investigadores del flamenco que el cante por Peteneras tiene su origen en Paterna de Rivera (Cádiz). Pero Paterna no solo es la Cuna de la Petenera; el cante flamenco es una de sus principales manifestaciones culturales, tan arraigado entre su gente, que ha dado todo un elenco de importantes cantaores de renombrada fama. Y es que el Flamenco y la Petenera son señas de identidad cultural de este blanco pueblo gaditano.

Desde su fundación, “El Alcaucil”, en su afán por recuperar el rico acervo cultural de nuestro pueblo, ha venido desarrollando numerosas actividades en torno al cante, la petenera y la promoción de artistas y aficionados locales. Continuando esta labor de difusión y promoción esta asociación pretende ahora abrir este espacio dedicado al flamenco en Paterna con especial interés en sus cantaores y al cante que le da fama, la Petenera.



15/12/08

LA PETENERA ( de P. Sañudo Autrán)



Artículo del periodista PEDRO SAÑUDO AUTRÁN publicado el 7 de Septiembre de 1903 en “LA ILUSTRACIÓN ARTÍSTICA”, revista semanal de literatura, artes y ciencias editada en Barcelona


Hay un canto en Andalucía, siendo original, con algo de melancólico y mucho de expresivo, que se llama petenera.

En aquel país de flores y de mujeres bonitas, de ricos vinos y de ingeniosas ocurrencias, la petenera es la nota característica de las alegres fiestas andaluzas. El que haya visitado Sevilla con su Giralda, su Alcázar y su Torre del Oro; Córdoba con su mezquita y su Serranía; Granada con su vega y su Alhambra; Jerez con sus bodegas y su yeguada; Cádiz con sus bellos paseos, sus calles aseadas, sus casas blancas como copos de nieva; Málaga con sus moscateles y con sus pasas; Almería y Huelva con sus minas; Sanlúcar con su playa y su manzanilla: la Isla de San Fernando con sus salina; las poblaciones todas de Andalucía con aquel cielo tan azul y tan puro que recuerda el de América, con aquellas mujeres de ardiente mirada, cabello negro, cutis suave, rasgados ojos y pie menudo; quien haya visto aquel país habrá sentido más de una vez un extraño estremecimiento al oír los cantos característicos de la que llaman Tierra de María Santísima.

En una ocasión, cuando al mediar la noche de un día de verano, atravesaba yo las calles de Sevilla buscando en el puente que va a Triana el fresco que era imposible disfrutar en el centro de la ciudad; al pasar ante una de las casas del clásico barrio de la gente de rompe y rasga, una voz dulce, bellísima, que algo tenía de la de los ángeles, llegó a mis oídos como una vibración de los sentimientos del alma.

La curiosidad me movió a acercarme hacia donde salía la voz

A merced de la luna que por entero bañaba la cara de una mujer hermosa, vi unos ojos tan negros como las sombras de una obscura noche.

Eran los de la cantaora de la copla. Llevaba unas fragantes rosas en la cabeza y con sus dedos rasgueaba las cuerdas de una guitarra.

De sus labios continuó brotando la armonía de antes y pude escuchar muy distintamente esta petenera:

“Cuando tú me hayas matado,
cuando yo no exista ya,
cantándome peteneras
que me lleven a enterrar.”

Aprendí la copla de memoria y la fisionomía de aquella mujer que no se me borrará del corazón.

Seguí mi camino, y después de haber dado algunas vueltas por aquel barrio, el cuerpo, más fatigado por el insomnio que por la pesadez del calor, me obligó a buscar el hotel donde a la sazón me hospedaba, y me metí en la cama bajo la impresión de aquella canción y de aquella encantadora mujer, como la fantástica creación de un poeta, contemplaba entre una luz de plata, unas flores hermosas y unas notas sentidas

Pasó el tiempo, que todo pasa, hasta el dolor y la agonía, y pasó un año. Salía de la Alhambra de Granada. Iba pensando en la era de grandezas que empezó para España desde que se hizo dueña del último baluarte de los moros, y entré por una calle cuyo nombre no recuerdo, tan abstraído estaba en los panoramas de mi fantasía, y los ayes y los sollozos y la siniestra luz que salían de una ventana baja, de par en par abierta, me sacaron de mis febriles meditaciones.

Como por un resorte movido, me acerqué allí con una inexplicable inquietud, apartando inmediatamente la vista del tétrico cuadro que contemplé lleno de pena.

La mujer de la petenera, la de las rosas, la de los ojos y el cabello negro, que había yo visto en Sevilla, yacía, con el sello que marca la muerte en los rostros, en un estrecho ataúd cubierto de flores y regado por las lágrimas de dos mujeres y de un hombre que salió de pronto de aquella casa y como trastornado por una dolorosa y profunda emoción.

El interés pudo en mí más que otro miramiento cualquiera, y deteniendo al hombre mozo de pocos años, le pedí informes de la muerte.

El joven, a impulsos de esa corriente del momento que nos hace comunicativos en las grandes desgracias con las personas que se interesan por lo que adoramos, me contó una historia de amor en unos cuantos sollozos y algunas palabras.

Aquella mujer que había cerrado por siempre los ojos a la luz del día, bajo el tupido velo de sus largas y espesas pestañas, había sido juguete de un hombre por quien sentía una adoración parecida a la que ella profesaba a la Virgen del Carmen, de cuyo hábito estaba amortajada.

Le pasó lo que a tantas y lo que a tantos: fue engañada. El ídolo de su corazón le mintió un cariño que sentía por otra a la que se unió para siempre.

Soledad, que así se llamaba la cantaora de la petenera que escuché en Sevilla, abandonó esta ciudad en seguimiento de su novio y se dirigió a Granada.

Su viaje fue inútil. Su novio se casó al poco tiempo con una labradora de la vega, y Soledad, muerta de pena, se murió a fin y al cabo realmente de un mal contra el que nada pudo hacer la ciencia médica.

El joven por quien todo lo supe era un amante desdeñado de Soledad.

Se separó de mí como presa de una enajenación mental, estrechando mi mano contra las suyas.

Corrí tras él temiendo por su razón, y al doblar la esquina me cerró el paso un cortejo fúnebre.

Era el entierro de Soledad.

En aquellos momentos pasaba el féretro por la casa de la mujer de su antiguo amante, en donde con risas y algazara se celebraba el bautizo del primer hijo de aquel matrimonio, y entre el ruido que hacían al chocar las copas de vino, se oyó al compás de una guitarra una petenera que decía así:


“Cuando tú me hayas matado,
cuando yo no exista ya,
cantándome peteneras
que me lleven a enterrar.”


P. SAÑUDO AUTRÁN