REVISTA "EL ALCAUCIL" Nº 49. MAYO 2010
LA PETENERA
NARRACIÓN POPULAR
Eugenio de Olavarría y Huarte
Eugenio de Olavarría y Huarte
III
Tristes pasaron las horas. Harto breves en los días de gloria y felicidad, son horriblemente largas en los días de luto y de dolor. Parece como que no van a concluir nunca. La vista impaciente sigue el movimiento de las manecillas del reloj, que, sin embargo, no se mueven. Quisiera acaso creer que el péndulo se ha parado, pero se oye a intervalos el latido del geniecillo hijo del tiempo encerrado en la cárcel de madera y sujeto con los hilos invisibles del acero. De tarde en tarde un ruido seco, como golpe dado en la esfera por un dedo descarnado, suena marcando que ha pasado un minuto… ¡Un minuto!. ¡Qué largas son las horas cuando se cuentan por minutos!.
Lola no tenía reloj para contar el tiempo, y lo contaba con sus oraciones. Sus labios se movían sin cesar, y su alma en místicos raptos se elevaba hasta Dios. Vencida por el cansancio, la anciana había reclinado su cuerpo sobre la cama y yacía aletargada más bien que dormida…. Mucho tiempo pasó así.
De repente se levantó Lola. Una idea había acudido a su mente. Quería ver, por sí misma, la dicha de su novio y su rival; quería asistir a su triunfo; presentarse entre ambos, para que los andrajos que la envolvían, la enfermedad que la abrasaba, fueran una nota sombría en el cuadro de su felicidad. Quería unir su voz débil y quejumbrosa a los gritos, a los cantos de los concurrentes a la boda, para que en el concierto de la ventura general, sonase como un eco desacorde que perturbase la armonía. Durante breve rato vaciló. Para levantarse tenía que pasar por cima de su madre, y algo, como un presentimiento, gritaba a su oído que no la volvería a ver.
Además, su debilidad era tan grande que podía caer antes de llegar a donde quería ir, y entonces no conseguía nada… Pero su vacilación fue corta. Echó fuera de la cama su cuerpo enflaquecido, cubrió sus carnes que temblaban a impulsos de la fiebre como la puerta desvencijada de un castillo ruinoso agitada por los vientos otoñales, y envolviéndose en un harapiento mantón negro, y ciñiendo a su hermosa cabeza un trapo que fue otro tiempo rico pañuelo de seda blanco con ancha franja azul y rosa, se puso de pie, teniendo que arrimarse enseguida a la pared, porque su desfallecimiento era tal que hubiera caído al suelo. Cuando se repuso dirigióse a un rincón de la estancia y allí, de entre una nube de polvo y un montón de harapos, desenterró un guitarra, ya desgastada por el uso, único objeto que podía recordarla su antigua vida de cantaora sevillana. Un raudal de lágrimas acudió a sus ojos.
Aquella guitarra, ¡la recordaba días tan felices!. Cual bandada de pajarillos que ensayaban el primer vuelo y son llamados hacia el nido por el arrullo maternal, acudieron a su imagen mil coplas alegres y sentidas, y aquellas viejas memorias, tan de improviso despertadas, fueron un bálsamo para los dolores de Lola, que furtivamente, como ladrón que teme ser sorprendido, apretando contra su cuerpo la vieja guitarra, en cuyas cuerdas dormían tantas notas empapadas en lágrimas, salió del cuarto a pasos lentos e ininterrumpidos, después de depositar en la frente de su madre un beso. Cruzó con gran trabajo el patio infecto tristemente alumbrado por la claridad mortecina de las estrella; traspuso luego el sucio portal, estrecho y sombrío, y salió por fin a la calle respirando con fuerza el aire libre que parecía dar nueva vida a sus pulmones oprimidos.
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