Paterna: Flamenca y Cantaora

Hoy en día es un hecho prácticamente aceptado por la mayoría de los investigadores del flamenco que el cante por Peteneras tiene su origen en Paterna de Rivera (Cádiz). Pero Paterna no solo es la Cuna de la Petenera; el cante flamenco es una de sus principales manifestaciones culturales, tan arraigado entre su gente, que ha dado todo un elenco de importantes cantaores de renombrada fama. Y es que el Flamenco y la Petenera son señas de identidad cultural de este blanco pueblo gaditano.

Desde su fundación, “El Alcaucil”, en su afán por recuperar el rico acervo cultural de nuestro pueblo, ha venido desarrollando numerosas actividades en torno al cante, la petenera y la promoción de artistas y aficionados locales. Continuando esta labor de difusión y promoción esta asociación pretende ahora abrir este espacio dedicado al flamenco en Paterna con especial interés en sus cantaores y al cante que le da fama, la Petenera.



23/7/10

LA PETENERA. NARRACIÓN POPULAR. 1881. y V

REVISTA "EL ALCAUCIL" Nº 49. MAYO 2010

LA PETENERA

NARRACIÓN POPULAR

Eugenio de Olavarría y Huarte


V

Hubo un momento en que, acabado el baile, se interrumpieron las voces y los gritos y cesó el estrépito en la casa. Los bailadores pedían un instante de descanso para sus piernas fatigadas, y los cantadores un trago de vino para su garganta seca. Corrían los panzudos jarros de mano en mano, perdíanse las tajadas en las bocas abiertas desmesuradamente para recibirlas, y por breve reto la gente se dedicaba a reponer las fuerzas perdidas para volverlas a perder de nuevo. El silencio en la calle era grande también.

En medio de un gran corro, sentados uno junto al otro, devorándose con la vista, Rosa y Pedro, el ingrato seductor de Lola, eran objeto de todas las miradas y de todas, las chanzonetas groseras y burlonas que una tras otra acudían a los labios poco delicados de los concurrentes a la boda. Jóvenes los dos y hermosos, todo parecía sonreírles. En la mirada de Rosa pintábase la satisfacción de su amor propio satisfecho, el orgullo del ser amado; en la de Pedro nadie hubiera podido hallar ni la más leve sombra de un recuerdo de su pasión hacia la cantadora sevillana. Ni él ni ella hablaban tampoco. Fatigados de la danza de todo el día ansiaban el término de la fiesta; pero es preciso dar a los amigos lo que es suyo, y mientras hubiera muchacha sentada o mozo que quisiera echar un baile, ni Pedro ni Rosa podía excusarse de bailar.

De pronto, y en un momento en que el silencio era más profundo, una guitarra, torpemente tocada a l principio, dejó oír en la calle, frente a la misma casa, sonidos apagados y débiles como el balbuceo de un niño. En medio de la calma de la noche se oía admirablemente.

-¿Quién vendrá a estas horas a darnos serenata?– preguntó Rosa sorprendida.

-Será algún ciego que se retira ya a su casa, -dijo uno de los convidados.

-Pues que suba y tomará alguna cosa.

-Veamos primero qué tal lo hace, y si os gusta, bastante será darle una limosna, un pedazo de pan y un sorbo de vino y que se marche a dormir.

-Chist!... –dijo Pedro que, sin saber por qué, prestaba gran atención a aquellos sonidos que entraban por las abiertas ventanas como quejas del viento.-

Ya Lola acababa de templar la guitarra, y concluían las notas desparramadas, los ecos aislados. Una súbita revolución se operó en ella. Al estrechar en sus manos aquel instrumento, compañero fiel de sus momentos de alegría, testigo de sus horas de tristeza, que hablaba o enmudecía según el estado de su ánimo, y que al estallar en ondas de armonía dábala cantos o gemidos, habíase sentido otra, y había vuelto a ser la Lola de otros tiempos, la Petenera, cual la llamaban en Sevilla. El pasado y el presente se fundían ahora en in cuadro informe; la Lola ultrajada, la Lola envilecida, borrábase lentamente, y en su lugar, quedaba la cantaora andaluza; una noche tranquila y callada y una guitarra entre las manos, ¿Qué más que aire y calma necesita para cantar el pájaro nacido para esto?.

Y la guitarra se transforma, también en sus manos, y como si un ángel durmiese dentro de la caja, y despertado de repente pasase saltando por las vibrantes cuerdas, exhalando sonidos armoniosos, dulces notas herían el aire llevando sus ecos hasta lo más profundo del corazón. Era una queja sentida, un gemido arrancado al alma por el dolor más intenso; era un ¡ay! Melodioso, un canto proferido por un alma buena, inocente y pura, herida de amor, gimiendo bajo el peso de la ingratitud. Luego tomó colores más sombríos, hiciéronse más secas las notas, más duros los sonidos, y entonces fue cuando Lola abrió sus labios, y envuelta en vahos de calentura dejó escapar por ellos uno de esos cantares que hace el pueblo para expresar sus sentimientos; breve copla que encierra en cuatro versos un poema como en una lágrima se encierra a veces toda la angustia de una vida. No era ya la pobre Lola enferma y espirante de dolor la que cantaba, sino la antigua Petenera, cuya voz tierna, pero enérgica y sentida, parecía como una mezcla de cantos de ruiseñor y susurros de fuentes, y armonías del viento y ruido de pequeñas corrientes de agua deslizándose en cascada vistosa por ásperos guijarros. Y la copla que cantaba era, más que cantar, un grito de dolor, un supremo grito de angustia, indefinible, misterioso, saturado de extraña amargura, de profundo pesar, de desesperadora melancolía.

Sola soy, sola nací,
Sola me parió mi madre,
Sola tengo que morirme…
¡la Soledad me acompañe!...

Al llegar hasta ellos la voz que cantaba, los convidados callaron, prestando atención a aquel gemido lastimero. Pedro y Rosa fueron los únicos en conocer de quién era aquella voz; y es que muchas veces había sonado en sus oídos, halagadora como una caricia para él, fría y seca como un sarcasmo para ella.

-¡Lola! –dijo Pedro en voz baja que no fue oída de nadie.

-¡La Petenera! –murmulló a su vez Rosa estrechándose por un movimiento instintivo contra el que ya era su marido, como si creyera que se lo iban a arrebatar.

Todos se levantaron y acudieron a los balcones, para conocer la persona que cantaba; los dos novios ocuparon uno en el centro, que caía precisamente frente a la cantaora a la cual bañaba con su amarillenta luz un farol próximo.

Daba lástima ver a la pobre joven sentada en el suelo, fuertemente apoyada contra el muro, apretando la guitarra contra su corazón y alzando su hermosa cabeza , mostrando así su rostro, a cuya mate palidez venía a dar nuevo matiz el cárdeno reflejo de la luz de gas cayendo sobre él en invisibles corrientes lumínicas. Al verla as í los convidados se miraron unos a otros con lástima. Rosa y Pedro se extremecieron (sic) también.

Pronto se apercibió Lola de que la miraban; pronto sus ojos brillaban como relámpagos en las sombras de la oscura noche, distinguieron allí, junto a ella, a Rosa y Pedro unidos estrechamente, felices, dichosos, y entonces, alzando con altivez y orgullo la cabeza, entreabrió sus labios secos y descoloridos, y con voz empapada en lágrimas, nuevamente el dolor se desbordó en esta queja:

En la iglesia el otro día
A mi Dios se lo pedí,
Que ojalá sufras las penas
Que me está matando a mí!.

Era tan triste, encerraba tanto dolor y tanto odio a la vez aquel cantar que en medio de la noche sonaba con ecos de maldición llamando la venganza del cielo sobre la cabeza de un culpable, que cuantos lo oyeron se miraron con terror. Sin tener conciencia de lo que aquello significaba, presentían un drama en torno suyo. Había empezado a llover, y las pequeñas gotas que caían se les antojaban lágrimas…

Por su parte, los novios seguían como bajo el peso de una amenaza. Cuando la copla espiró en los labios de la Petenera, Rosa abrió los ojos y miró a su marido, que pálido y sin color no podía apartar la vista de su antigua amante. Había en la mirada de Rosa una mezcla de celos y desconfianza; quería leer en el rostro de Pedro si en el corazón de éste había muerto ya todo recuerdo antiguo, toda vieja memoria del pasado; y le miraba con miedo, con temor; como si dudase de hallar una respuesta satisfactoria a sus preguntas. Pedro lo comprendió así, acogió con una mirada de amor la mirada de incertidumbre de Rosa, y queriendo destruir las dudas de ésta, metió la mano en un bolsillo, sacó un puñado de cuartos, y los echó a los pies de la infeliz cantaora que aquél instante acababa su copla…

Entonces, al verse de este modo herida, y herida ante su rival, por un súbito movimiento, se puso de pie, se separó del muro y dio algunos pasos en dirección a la casa; pero el intento era mayor que sus fuerzas y de pronto exhaló un nuevo grito, se llevó la mano al corazón, y cayó pesadamente sobre las piedras de la calle, dando con la cabeza en la guitarra cuyas cuerdas dejaron escapar un sonido áspero y desacorde.

Esta fue la oración fúnebre de Lola
La pobre Petenera había muerto.



EUGENIO DE OLAVARRÍA Y HUARTE

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